Un alto ejecutivo en el campo

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Cuentan que un gerente muy importante de una conocida multinacional informática tuvo una crisis cardiaca por culpa del trabajo. Fue dado de baja y enviado al campo con el objetivo de recuperar las fuerzas y relajarse un poco. Después de pasar dos días sin hacer nada, el hombre estaba ya harto de la vida bucólica y pastoril, y se aburría soberanamente.

Así que decidió hablar con el granjero que le hospedaba y solicitarle alguna tarea sencillita para pasar el rato y ocupar el tiempo, a la vez que así hacía algo de ejercicio. Al día siguiente se levantaron temprano, antes de que saliera el sol. El granjero, conocedor de la idiosincrasia de la gente de ciudad, y temiendo algún estropicio irreparable, resolvió asignarle tareas simples en las que no pudiera causar daño alguno (incluyéndole a él mismo).

– La tarea es muy sencilla -dijo el granjero dándole una pala-: Sólo tiene que recoger el estiércol que hay en el chiquero de los marranos y repartirlo por el sembrado para abonarlo. Cuando termine venga a verme.

El granjero era propietario de más de doscientos cerdos, y el estiércol se acumulaba hasta la altura de la rodilla. Así que el hombre estimó que la faena le llevaría al gerente dos o tres días. Cual no fue su sorpresa, cuando al cabo de tres horas apareció el gerente, lleno de estiércol hasta las orejas, sonriente y con cara satisfecha. – Ya he terminado.

Viendo que en efecto la tarea estaba terminada, y además con eficiencia, el granjero decidió asignarle otra.
– Bien. Hay que sacrificar unos pollos que mañana vienen a recoger los de la carnicería. Basta con cortarles la cabeza -dijo dándole un enorme cuchillo-. Es un poco más complicado, pero seguro que puede hacerlo.

Había más de mil quinientos pollos para sacrificar, y supuso que el gerente no terminaría hasta bien entrada la noche. Incluso pensó en ayudarle más adelante cuando terminara de recoger la siembra. Apenas habían pasado un par de horas cuando el gerente se presento ante él, con toda la ropa y la cara manchada de sangre, el cuchillo mellado, y sonriente como un niño el día de los Reyes Magos.
– Ya he terminado.

El granjero no salía de su asombro. ¡Increíble! Él mismo, acostumbrado a la dura vida rural, no lo hubiera hecho mejor: los mil quinientos pollos estaban amontonados en un lado, y las mil quinientas cabezas en otro lado. El hombre se rascó la cabeza pensativo. Llevó al gerente junto a un gran montón de patatas y le dijo:

– Muy bien. Ahora hay que separar las patatas. Las grandes a la derecha y las pequeñas a la izquierda.

Pensó el hombre que en menos de una hora vería otra vez al gerente pidiéndole más trabajo. Pero no fue así. Pasó la hora de comer, la hora de cenar, se hizo de noche, y el gerente no aparecía.

Creyendo que algo le habría sucedido, el asustado granjero fue donde había dejado al gerente, y se lo encontró sentado delante del mismo montón de patatas, sin que hubiera separado ninguna.

– ¿Le pasa algo? -preguntó extrañado.
El gerente se volvió con una patata en la mano y le contestó:

– Mire: repartir mierda y cortar cabezas es algo que se me da muy bien. Pero, ¡esto de tomar decisiones…!

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