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Sábado, siniestros sonidos surcaban sombríamente Salamanca.

Sintiéndose solitario, Sergio, sentado sobre su suntuoso sofá, suspiró, sopló, salpicó saliva. Saltó súbitamente. Sordos silbidos sonaban. Susurro sigiloso:

– Soy Silvia.

– ¡Salve! -silabeó Sergio-, sonsacaré sus secretos.

Silvia saludó, se sacó su saco satinado, soltó sus sandalias, se sentó. Sergio sirvió sendos sakes, salchichones, saladitos, surubíes sin sal, selectas sardinas sancochadas. Silvia, sonrojada, sorbió su sake sin sonreír. Sólo sentenció:

– Soy solamente suya, Sergio. Suspenda sus sibaríticos servicios.

Silencio, Sahumerios sutiles soplaban serenamente.

– Soy sincero, Silvia. Suelo soñar su sensual sonrisa, sus sonoros suspiros, sus semejantes senos salmantinos, símil sandías…

– Soso, soy sueca.

– Silvia, siento singular sinsabor. Solemnemente suplico su sanción.

– Subestimé su sensiblería. ¡Suélteme, sátiro senil, sanguijuela sarnosa, sapo sobrealimentado!

Salió Silvia subrepticia. Sergio se suicidó silenciosamente.

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