Hay tardes que piden bosque. Sin prisa, sin plan rígido. Ayer fue uno de ellos: Roberta, Karol, los niños y yo cargamos agua, algo de fruta y salimos rumbo a Òrrius, a media hora de casa. Buscábamos aire, tierra y un poco de misterio.
Entre piedras que parecen tener rostro

El camino hasta el aparcamiento es sencillo hasta que deja de serlo. Carretera de pueblo con muchas curvas y que te obliga a dejar el coche antes y caminar. Mejor así: el silencio (o las hojas moviéndose) empieza antes. Roberta olfateaba cada rama como si no hubiera un mañana. Los niños jugaban a ver quién encontraba primero la siguiente “figura mágica”.
El bosque se abre con calma. Entre los pinos y las rocas graníticas aparecen formas imposibles: un elefante, un moái, la cara de un indio. No hay carteles ni explicaciones, solo la sensación de que alguien, hace mucho, decidió jugar con la piedra. Nadie sabe bien quién fue ni cuándo. Tal vez un escultor local en los años 50, tal vez el capricho del tiempo sobre el granito.

Naturaleza y juego
Es un lugar perfecto para ir en familia. Las figuras no están indicadas, así que la búsqueda se convierte en parte de la experiencia. Con un poco de Google Maps, aunque sin mucho rumbo, que también está bien perderse un poco. Entre risas, subidas y caminos de arena, el bosque se convierte en una especie de parque sin artificio.



Un rincón sin estridencias
El Bosc Encantat no es una gran atracción turística. No hay entradas ni colas. Es solo un pedazo de naturaleza con un toque de cuento. Pero precisamente por eso vale la pena: te saca de la velocidad habitual.
Nos quedamos un rato más, sentados sobre una roca, mientras Roberta dormía al sol y los niños seguían buscando nuevas figuras entre las sombras. El bosque guarda un silencio amable, como si esperara a que cada visitante imaginara su propia historia.

Volvimos con polvo en los zapatos y la sensación de haber estado en un lugar que no necesita demasiadas explicaciones. Tal vez eso sea lo encantador: no entenderlo todo, pero disfrutar igual.

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